Caspa vaticana en el siglo XXI
Ratzinger se enroca en el Vaticano, todo él exhuma un olor mareante a esos papas del siglo XIX sotana casposa, mirada ladina y misa latina, una clase de curas a quienes yo durante mi infancia, allá por los años cincuenta de la anterior centuria, ayudaba en misa como monaguillo sin creermelo del todo, aunque atemorizado por las quemaduras del infierno, balbuciendo amedrentado unos latines que luego en los juegos de la calle se convertían en bromas interminables. Para Ratzinger no es ninguna broma, se toma muy en serio su rol, cuando entona el mayestático Nos y reivindica su privilegiada posición de interlocutor con las Alturas. Además, sabe que nadie le pondrá traba alguna, porque nadie puede. Se encastilla en su palacio como los papas medievales se encerraban en Sant Angelo ante la inminencia del peligro. Pero a Ratzinger nadie le amenaza, obviamente, sólo tiene miedo de si mismo ante un mundo que observa desde su ventana de la Plaza de San Pedro, frente a la sociedad y las ideas del hombre que evolucionan hacia posiciones muy distantes de las que él desearía. Es un fundamentalista redomado que perdona a los carcamales lefevrianos de La Fraternidad de San Pio X, al tiempo que posterga a Leonardo Boff y su Teología de la Liberación, o al obispo Casaldáliga, y muchos más; y lo más grave, condena al ostracismo la obra progresista y ecuménica de Juan XXIII. Como asegura el teólogo Hans Kung podría ser demandado por sus decisiones retrógradas, pero nadie puede, porque él manda absolutamente en un anacrónico Estado, sin otro derecho que no sea el suyo propio, o el de sus intereses.
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