Un día cualquiera: música callejera
Paseando una tarde por el Barrio Gótico de Barcelona, detrás de la Catedral encontré a esta banda de músicos callejeros. Tocaban una especie de fusión entre jazz, música celta, y músicas de India, con instrumentos ad hoc. Todo hacía sospechar de que su reunión era coyuntural, así como desde luego, el sonido que les extraían a sus cacharros: pura improvisación.
Da igual, fuese lo que fuese sonaba bien y melodioso entre los vetustos muros medievales. Se trataba de uno de esos deliciosos atardeceres de los días de diario, cuando alguna gente se relaja tras las tensiones cotidianas y gusta del callejeo sin rumbo fijo, dejando que la mente se explaye de modo espontáneo sobre lo que surja, o lo que sugiera lo percibido en el campo visual; momentos de relax salutífero y profundas meditaciones.
Por supuesto que soy un individuo de esa clase de gente.
Cuando pasé frente a los músicos callejeros, el agradable sonido hizo que me detuviese. Sacé la camarita, y venga, foto. Luego como otras personas permanecí un tiempo escuchando. Fueron unos instantes deliciosos, tanto que cuando me fui incluso dejé unas monedas en el bote. Repasé mentalmente al grupo de músicos, y también me permití hacer deducciones muy sui géneris sobre su procedencia, puesto que era ovbia la diversidad de nacionalidades que lo componían. La que mejor recuerdo, o más me llamó la atención fue una francesita bastante guapa, que tocaba una flauta; también un argentino que le daba a las tablas, con su vestimenta de recien llegado de India; un guitarrista british, y ya no rocuerdo a más. Tocaban realmente convencidos de que eran nadayoguis de Rishikesh, o por lo menos imbuídos de su mística. Entre el público, que lo componíamos mayormente paseantes y turistas, había un grupo de borrachines, tres o cuatro, sentados al otro lado de la estrecha calleja y en la platea, allí estaban en medio de sus arrobos sónico-etílicos, cabeceando y sonriendo de manera estúpida, de puro agradecimiento por el éxtasis inducido proveniente de la bendita bohemia callejera.
Como decía la canción de Julio Iglesias: la vida sigue igual.
Da igual, fuese lo que fuese sonaba bien y melodioso entre los vetustos muros medievales. Se trataba de uno de esos deliciosos atardeceres de los días de diario, cuando alguna gente se relaja tras las tensiones cotidianas y gusta del callejeo sin rumbo fijo, dejando que la mente se explaye de modo espontáneo sobre lo que surja, o lo que sugiera lo percibido en el campo visual; momentos de relax salutífero y profundas meditaciones.
Por supuesto que soy un individuo de esa clase de gente.
Cuando pasé frente a los músicos callejeros, el agradable sonido hizo que me detuviese. Sacé la camarita, y venga, foto. Luego como otras personas permanecí un tiempo escuchando. Fueron unos instantes deliciosos, tanto que cuando me fui incluso dejé unas monedas en el bote. Repasé mentalmente al grupo de músicos, y también me permití hacer deducciones muy sui géneris sobre su procedencia, puesto que era ovbia la diversidad de nacionalidades que lo componían. La que mejor recuerdo, o más me llamó la atención fue una francesita bastante guapa, que tocaba una flauta; también un argentino que le daba a las tablas, con su vestimenta de recien llegado de India; un guitarrista british, y ya no rocuerdo a más. Tocaban realmente convencidos de que eran nadayoguis de Rishikesh, o por lo menos imbuídos de su mística. Entre el público, que lo componíamos mayormente paseantes y turistas, había un grupo de borrachines, tres o cuatro, sentados al otro lado de la estrecha calleja y en la platea, allí estaban en medio de sus arrobos sónico-etílicos, cabeceando y sonriendo de manera estúpida, de puro agradecimiento por el éxtasis inducido proveniente de la bendita bohemia callejera.
Como decía la canción de Julio Iglesias: la vida sigue igual.
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